viernes, 6 de marzo de 2015

El Infierno

Ahora se da cuenta de la creación de "El Infierno", talleres de ebanistería y carpintería mecánica

Que no sea usted terco -le decían todos al viejo- que ese motor es antieconómico. Tiene demasiada potencia para lo que usted necesita. Gasta un río de fuerza.

El viejo no quería oír hablar de aquello. Muchas veces se le veía parado ante la verja de madera que amparaba al gran motor y lo miraba como a una tierna criatura, embebecido. "¡Qué son tiene!", solía decir para sí.

El reostato, horizontal, estaba sobre una breve columna y se manipulaba rotando un diámetro con dos empuñaduras. Detrás había un gran tablero de mármol blanco con el interruptor grande como una parrilla, el voltímetro, y, en la parte de arriba, una calavera y dos tibias talladas de madera por el mismo viejo. Y en la cimera del tablero de mármol, con letras de mucho bulto: "¡Peligro de muerte! ¡No tocar!"

Nosotros, los niños de la casa, pasábamos siempre por el "cuarto del motor" huidizos y desconfiados de tanta prevención, chispa y calambre.

Un sábado por la tarde, cuando los operarios, después de cobrar, cuasi jubilosos, hacían corro en el patio de la fábrica y luego que alguno insistió en la conveniencia de cambiar el motor por las sabidas razones, el viejo, en un arranque casi tribunicio, patético, contó la historia de los motores de la casa.

Antes, desde la fundación del taller, sólo hubo una máquina: la de aserrar, que se movía a pie. Con ella se hizo realmente la primera mitad del pueblo. Recordaba el viejo el esfuerzo que suponía pasarse horas y horas en la serradora moviendo las piezas de madera y dándole al pedal pesadísimo.

Un día, alguien le dijo al viejo que en Valencia había aserradoras movidas por máquinas de vapor. Como las del tren, pero más chicas. Y sin encomendarse a nadie marchó a Valencia con unos cuartos suyos y otros que le prestó su compadre Juan Antonio y mercó una máquina inmensa de vapor, alemana por más señas, que le trajo el tren desde la estación de Río Záncara, Desde allí hasta Tomelloso se transportó en dos grandes carros. El pueblo entero vio llegar el artefacto con emoción temerosa. "Este descreído de Luis -dijo el párroco-, con su nefasto afán de progreso corromperá al vecindario." (El viejo se reía hasta enseñar el galillo al repetir aquel sábado la sentencia del cura.) Los pocos progresistas que había en el lugar -posibilistas y así- decían: "¡Viva Luis!" Y los remansados de cerebro:"Quien ama el peligro perece en él".

Cuando instalaron los técnicos teutones que vinieron ex profeso aquella máquina y empezó a marchar y a mover la vieja aserradora que trocó el pedalón por la polea, se produjo tal estrépito de bielas, pistones y vapores, que la gente amedrentada creyó que el pueblo temblaba y se vendría abajo. los escasos progresistas rodeaban al viejo, que, nerviosísimo, reía como un Mefistófeles entre los humos y vapores. Los de cerebro magante quedaban en la portada con los ojos muy abiertos y prestos a la fuga. "¡Esto es un infierno!"  "¡Luis ha puesto un infierno en el pueblo!"

-¡Pues "El Infierno" se llamará! -dijo el viejo, riéndose de los temerosos… Y cuando hicieron la portada nueva, con letras de grandísima alzada se puso el nombre definitivo de aquella fábrica: El Infierno. Y a la calle se le llamó en adelante "Callejón del Infierno"… Durante años las beatas se persignaban al pasar ante la portada nueva y se dijo que cierta noche, una santa cofradía roció con agua bendita aquella puerta del Infierno.

Fueron años felices. La mitad del pueblo que faltaba por hacer se construyó con el pistoneo de la máquina de vapor del viejo Luis. Los más reacios llegaron a convencerse de su utilidad y beneficio.

Pero un día todos empezaron a considerar anticuada la máquina de vapor. los buenos eran los motores eléctricos, tan limpios, tan silenciosos. Y todos, dale que dale: "Tienes que comprar un motor Luis; tienes que comprar un motor y largar este armatoste…" Como se amplió el número de máquinas del taller, hacía falta más potencia. Era irremediable… Un día vino un viajante, también alemán, con gafas de oro y tiesos bigotes maiceros. "Y me convenció. Y me vendió ese motor. Esa joya… No quise ver sacar de casa la máquina y la caldera. Me fui de caza con Lillo." "Con esta hermosura de motor tan silencioso, tan discreto, tan seguro, fabricamos los muebles para las casa, alcoholeras y bodegas que hicimos antes con el pedal y la máquina de vapor. ¿Vosotros, operarios del Infierno, habéis visto alguna vez un motor que suene menos, tan prudente, tan señor, tan suave, con esa potencia superior? Venga de colgarle máquinas y él, tan sereno." (Lo decía con las gafas empañadas y haciendo ademán de aguzar el oído.)

Ya digo que por el "cuarto del motor", que comunicaba el patio grande con el taller, los niños de la casa pasábamos con respeto, procurando no acercarnos a la valla de madera. A veces nos quedábamos allá un rato mirando la calavera y escuchando el ruido suavísimo, blanco, casi melodioso del motor alemán. ("Qué ricura de motor alemán", decía el viejo, que para otros efectos de técnica arriba era aliadófilo.) A veces, no sé si por calor o por frío, la anchísima correa de cuero que iba desde el eje del motor, pasando por una alta tronera, hasta el gran eje de las transmisiones de toda la fábrica, sonaba un poco: pla… pla… pla, a manera de palmadas esporádicas, blandas.

Cuando sonaba la campana y acababa la faena, entraba Arias, el encargado, y paraba el motor. Primero movía el reostato, que estaba sobre la columna, para irle quitando fuerza. Cuando estaba casi en silencio, tiraba del interruptor grande, que estaba en el tablero de mármol. Quedaba todo en silencio absoluto, y el motor -es una sensación imborrable- como si no le hubiese pasado nada, como si le diera igual marchar que no marchar.



El viejo tuvo mala suerte, porque un día se presentó un señor de Madrid con un coche, que ofreció por el viejo motor alemán otro motor nuevo de menos potencia y bastante dinero más del que costó el viejo. "Es una barbaridad que tengan ustedes eso. Tiene potencia para mover tres fábricas como ésta."

-Eso le decíamos todos.

-El máximo de productividad con el menor consumo. Es ley que no debe olvidarse -dijo el señor de Madrid con cara de listo.

Tantas le daban por todos los lados, que el viejo decidió callarse. Los oía con dolorida indiferencia. El cigarro en la boca y mirando al suelo… Acordaron fechas para efectuar el cambio. Y él se calló. Se hicieron recibos y cartas. Y él se calló… Al final de la entrevista -ya caía la tarde cuando el señor aquel de Madrid hizo arrancar el coche-, el viejo sofocado con las manos encrespadadas, rompió en improperios:

-¡Sinvergüenza! ¡Canalla! ¡Hijo de caballo blanco!… La ley de la productividad…¿Qué sabrá el levita este?

Y luego, volviéndose a todos los suyos:

-Y vosotros, insensibles fenicios… iréis a la ruina por no saber amar las herramientas.

Acudieron dos hombres con mono azul, por la mañana temprano, y a la hora de la comida ya estaba todo listo. El viejo motor alemán destronado, en el suelo juntos la puerta del "cuarto", esperando la salida.

Sobre el pilar de cemento que antes ocupó, estaba el nuevo motor, pequeño, oscuro, demasiado esquemático e insignificante para todo aquel aparato de valla, calavera y "peligro de muerte". (¡Aquello ya no era Infierno ni "ná"!) Después de la comida vendrían por el motor alemán con un camión.

El viejo, que no quiso presenciar aquellas tristes mutaciones, en las siestas, cuando nadie lo veía, se llegó al "cuarto del motor" y quedó mirando todo aquello en silencio. Y miraba melancólico con las manos cruzadas en la espalda, el puro con boquilla de ámbar entre los dientes y las gafas moteadas de serrín.

Luego de un rato largo, diría que de oración; mejor, de tiernos recuerdos, se quitó el puro de la boca, clavó una rodilla en tierra, no sin trabajo, y le dio un largo beso al viejo motor alemán, compañero de tantos trabajos y juveniles esperanzas.


Después de incorporarse miró con altanería al motorcito flamante y le lanzó un salivazo como cifra de su enconado desprecio. nerviosísimo, con las manos atrás, la cabeza hacia el suelo y las gafas nubladas de lágrimas, marchó patio arriba, hacia el jardín, donde pasó toda la tarde con la podadera en la mano retocando sus rosales, tan amados para él como aquel rudo motor teutónico.

Francisco García Pavón. Los Liberales (1965)

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